miércoles, 7 de noviembre de 2012

La próxima revolución americana

SOBRE EL AUTOR
José Ignacio Torreblanca es Profesor de Ciencia Política en la UNED, director de la oficina en Madrid del European Council on Foreign Relations y columnista de EL PAIS desde junio de 2008. Su último libro "La fragmentación del poder europeo" (Madrid / Icaria-Política Exterior) ha sido publicado en julio de 2011. 

Aunque desde Alexis de Tocqueville (“La democracia en América”) admiramos los logros democráticos de los estadounidenses, en muchos sentidos su sistema político es sumamente disfuncional. Véase como ejemplo las tensiones que genera la separación radical de poderes entre ejecutivo y legislativo, que a punto están de llevar al país a una crisis fiscal sin precedentes al imponer el Congreso al Presidente un recorte drástico de gastos caso de no lograr reducir el déficit en virtud del aumento de la recaudación derivada de la mejora de la economía. Por no hablar de un sistema electoral sumamente ineficiente y arcaico, donde se elige a un sólo presidente bajo cincuenta normativas electorales distintas y un sistema de votos electorales que no sólo carece de cualquier sentido práctico hoy en día sino que puede generar un problema de legitimidad de enormes magnitudes al posibilitar, como en el año 2000, que salga elegido Presidente el candidato que tuvo menos votos pero más “votos electorales”. ¿Y qué decir de la posibilidad de que los votantes por correo enmienden su voto el día de la votación, lo que obliga a un laborioso cotejo de las firmas para evitar que se vote dos veces? No es una anécdota, pues al menos 300.000 personas en Florida y 250.000 en Ohio, dos estados clave, parece que se podrían acoger a esta posibilidad, generando una incertidumbre tremenda en caso de empate técnico entre los candidatos. 
Pero detrás de esas miles de anécdotas y el, en ocasiones, mísero día a día del politiqueo capitolino en Washington, hay una revolución americana que está pasando inadvertida y que va a transformar el papel y poder de Estados Unidos en lo que queda de siglo. Se trata de la revolución energética, una revolución que va a permitir al próximo presidente contemplar el futuro con un inmenso optimismo, dejando atrás el “declinismo” que invadió el ánimo estadounidense en los días álgidos del empantanamiento en Irak y Afganistán y el resurgir de China. 
Esa revolución hunde sus raíces en la combinación de una capacidad tecnológica de primera fila, que ha permitido a los estadounidenses desarrollar tecnologías que les permiten recuperar gas y petróleo en lugares donde antes se considerable impracticable técnicamente e inviable económicamente, con una industria financiera capaz de encontrar las tecnologías financieras que permitan acometer esas enormes inversiones en infraestructuras energéticas combinando adecuadamente capital riesgo y seguridad a largo plazo para los inversores. 
El resultado es que, según las estimaciones, la “reindustrialización” de Estados Unidos podría suponer sólo en esta década hasta 3.5 millones de nuevos puestos de trabajo y un 3% del PIB. Pero esta revolución no sólo supondrá nuevos puestos y más riqueza para Estados Unidos sino que tendrá consecuencias geopolíticas de primera magnitud. Primero porque permitirá contemplar con mucha más tranquilidad el auge de China. Segundo, porque significará que Estados Unidos estará en condiciones de cortar el ponzoñoso cordón umbilical que desde hace décadas le une con Oriente Próximo (del cual las relaciones con la cada de Saud son seguramente la mejor muestra). 
En un mundo donde la dependencia energética explica una gran parte de la política exterior de los estados, resulta que Estados Unidos se encamina hacia la suficiencia energética, habiendo ya reducido sus importaciones de petróleo del 60 al 45% y aumentado la producción de gas de esquisto autóctono hasta suponer el 22% de la producción de gas. Sí, aunque el dinamismo de Asia sea impresionante, el hecho de que Estados Unidos y Canadá hayan descubierto estar sentados encima del equivalente de uno y dos billones de barriles de petróleo en gas de esquisto y arenas bituminosas, respectivamente, tendrá repercusiones geopolíticas de primer orden ya que, de repente, Norteamérica se configura como el nuevo Golfo Pérsico del Siglo XXI en términos energéticos. 
Desconozco a la hora de cerrar y subir a la web esta entrada quién ganará las elecciones en Estados Unidos. Pero lo que es indudable es que el próximo presidente de los Estados Unidos presidirá un país en auge, no uno en declive. Una vez más, gracias a su capacidad de innovación, pero también a los extraordinarios recursos naturales de los que dispone, Estados Unidos se aleja de la decadencia y vuelve a reinventarse a sí mismo. Sería desde luego sumamente injusto para Obama no conseguir la reelección y no poder disfrutar de ese porvenir de prosperidad, pero la política no se rige por criterios de justicia sino por las cábalas de última hora de unos pocos cientos miles de votantes indecisos.

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